(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL MUNDO ECONOMÍA Y NEGOCIOS
el día 24 de agosto de 2017)
Las empresas
que realizan inversiones en otros países corren indudablemente riesgos, pues en
el mundo de los negocios no se pueden tener controladas todas las variables. El futuro siempre es incierto solía decir un
gran economista inglés. Las circunstancias cambiantes del mercado internacional
pueden hacer disminuir el precio de la mercancía que se produce y/o aumentar el
precio de los insumos con que dicha mercancía se genera, y estos cambios pueden
ocasionar variaciones sustantivas en las ganancias que se esperaban al momento
de llevar adelante la inversión inicial. Todo eso es parte del juego y las empresas
que llevan adelante la inversión están conscientes de ello. Lo único que se puede
hacer frente a esos riesgos es una tener una buena gerencia y una buena
capacidad de visualizar a tiempo las tendencias del mercado, por la vía de los
estudios e investigaciones correspondientes.
Pero lo que
no puede cambiar son las reglas del juego que presiden el mercado y la institucionalidad
del país de destino de la inversión. Si un gobierno que ha recibido un flujo
importante de inversión extranjera cambia violentamente las normas sobre
tributación, puede ocasionar el fracaso de ese proyecto de inversión e incluso
la quiebra de la empresa correspondiente. Ello puede suceder también si se modifica
la tasa de cambio a la cual el empresario puede convertir sus ganancias para poder
remesar al país de origen todo o parte de sus utilidades; o si el acceso mismo
al mercado cambiario le es modificada; o si cambian las normas de acceso a las
divisas para importar materias primas e insumos; o si varían las disposiciones respecto
a patentes de productos o procesos. Todas estas circunstancias no son cuestiones
que se pueden explicar por el cambio de las condiciones del mercado, sino que
son claramente cambios en las políticas que se le aplican a dicha inversión
extranjera. Por ello, los capitales extranjeros tienen particular cuidado de no
invertir allí donde no existen leyes claras y permanentes en materia de
inversión extranjera, y donde la posibilidad de que dichas normas se modifiquen
sea muy grande y donde no se contemplen pagos e indemnizaciones a las empresas
que se vean afectadas por decisiones políticas.
El criterio
más universalmente presente en materia de protección e incentivo a la inversión
extranjera es asegurarles a los inversionistas foráneos las mismas condiciones
que imperan para el inversionista local. El mismo trato tributario, el mismo
acceso a los mercados, las mismas normas técnicas, las mismas normas de
calidad, etc. Todo aquello protege contra la discriminación y la arbitrariedad.
En Venezuela
existe hasta el día de hoy una ley que regula todos los deberes y derechos del
inversionista extranjero. En realidad no se trata de una ley que guarde mucha
correspondencia con los estándares internacionales, pero, buena o mala, es una
ley de la república. Pero ahora que la república está dirigida por una asamblea,
que puede aprobar cualquier cosa y anular cualquier ley anterior, es bien
difícil darle a los inversionistas extranjeros - a los nuevos o a los anteriores-
la seguridad jurídica que su inversión demanda. Digan lo que digan los funcionarios
que están sentados en los ministerios, la asamblea constituyente puede aprobar
mañana mismo cualquier cosa, desde restaurar la monarquía o establecer un
sistema de partido único. Y a esa asamblea constituyente se subordinan todos
los órganos del país. En realidad, es bien difícil que cualquier inversionista
extranjero quiera venir a invertir a este país en esas circunstancias. Difícil
pero no imposible. Es dable pensar que habrán inversionistas en este planeta
dispuestos a correr riesgos muy grandes siempre y cuando la tasa de ganancias sea
lo suficientemente alta y obtenible en un período corto de tiempo. Esos inversionistas
- piratas y especuladores - se pueden entender bien con países asambleísticamente
dirigidos.
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