(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en EL MUNDO ECONOMÍA Y NEGOCIOS el día 25 de junio
del 2015)
Si hay déficit
fiscal, es decir, si el gobierno está gastando
sustantivamente más de lo que recibe por concepto de ingresos fiscales,
tiene que sacar de algún lado esa diferencia entre ingresos y gastos.
Esto no es
muy diferente a lo que le sucedería a cualquier familia: si los gastos durante
un período determinado son mayores que los ingresos tiene que pedir prestado - lo cual implica que en el futuro cercano tiene que disminuir sus gastos para poder
pagar lo adeudado- o tiene que gastar los ahorros que tenía guardados para las
vacaciones o para comprarse un carro nuevo – lo cual es una alternativa que no
puede aplicarse eternamente, pues los ahorros terminan por agotase. Si esa
familia insiste en tener un ritmo de gastos que supera a sus ingresos se puede volver a endeudar, mientras
tenga alguien que le preste, o puede seguir gastándose los ahorros, mientras
estos alcancen. Pero llegará un momento
en que los acreedores exigirán el pago de lo prestado, y/o en que los ahorros
habrán llegado a cero. No hay en ese
momento triste más alternativa
que apretarse el cinturón.
Cuando el gobierno
es el que está gastando más de lo que son sus ingresos, puede endeudarse, o
puede gastar los ahorros que le puedan haber quedado de período anteriores.
Pero tarde o temprano se le presentan los mismos problemas que a la familia de
párrafo anterior: las deudas llega un momento en que hay que pagarlas, y los
ahorros llega un momento en que se agotan. Si esas fueran todas las alternativas, se haría obligatorio para el gobierno reducir
los gastos para eliminar el déficit.
Pero el gobierno tiene alternativas que no las
tiene cualquier familia: el gobierno le puede pedir dinero prestado al banco central y pagarle con papeles
en que reconoce la deuda, pero está claro desde el principio, para todos, que
esa deuda nunca se pagará. El banco central imprime billetes y se los pasa al
gobierno. Esto es lo que en la jerga de los economistas se llamaría monetizar el déficit. Esto implica
que la acción conjunta del banco central, imprimiendo, y el gobierno, gastando,
genera inescapablemente tendencias inflacionarias en el seno de la economía
nacional, pues los medios de pagos aumentan más rápidamente que los bienes y
servicios disponibles en los mercados.
Al período
siguiente el gobierno no tiene ninguna obligación de reducir sus gastos y tiene
fuertes presiones para que los aumente, pues los bienes y servicios que tiene
que comprar habitualmente para llevar adelante las tareas y funciones que le
son propias, tienen ahora mayores precios en el mercado. Los gastos han
aumentado, por lo tanto, con respecto al período anterior, y los ingresos,
especialmente los ingresos tributarios,
se mantendrán como antes o aumentarán muy lentamente, pues la tributación
suele tener, como base de cálculo, los
procesos económicos, y por ende los precios, de un
período anterior. Todo esto implica que el saldo entre ingresos y gastos se
hace mayor, y si el gobierno no reacciona disminuyendo sus gastos o
incrementando sus ingresos, el déficit fiscal se hará mayor. Pero eso no
es un problema, pues el banco central volverá
generosa y alegremente a monetizar el
déficit.
Si toda esta
secuencia de acontecimientos se repite durante
varios años consecutivos, el déficit fiscal se irá haciendo cada vez más
elevado, lo cual obligará a crecientes dosis de nuevos medios de pagos que se
crearán en la medida precisa en que el gobierno los necesite. Todo ello induce niveles
de inflación cada vez más elevados. Más
aun, en la medida en que el gobierno se acostumbre a gastar cuanto quiera -sabiendo
que siempre el banco central emitirá la cantidad de dinero que sea necesaria
para cerrar la brecha fiscal - entonces no hará esfuerzo alguno por reducir el
gasto y el déficit. Todas estas son las condiciones perfectas para generar una
hiperinflación. Todo esto se incrementa si los funcionarios públicos -
militares incluidos- son parte importante de la base electoral del gobierno y
hay que subirles periódicamente sus remuneraciones y/o si los procesos
electorales cercanos obligan al gobierno a la política del “todo vale”, lo cual
implica incrementar los gastos sin medida ni control alguno.
Nada de esto
sucedería si el banco central tuviera prohibición de financiar los déficit fiscales - o lo que es lo mismo, prohibición
de otorgarle créditos al gobierno. Así sucede en la mayoría de los bancos
centrales de América Latina y así estaba anteriormente escrito en la ley que
regía al Banco Central de Venezuela. Pero esa ley se modificó precisamente para
permitir que suceda lo que hemos venido narrando en los párrafos anteriores.
También podría suceder que el banco central - aun cuando no le estuviera
expresamente prohibido prestarle fondos al gobierno - se tomara en serio esa obligación
legal de defender el valor de la moneda nacional. Eso debería llevar a que el banco central
desplegara todas las herramientas necesarias para detener la inflación, incluido
el cerrar la chorro de fondos que se crean para traspasárselos al gobierno y
que jamás volverán a las arcas del banco
central.
El sector
privado de la economía participa, a su vez,
en el proceso inflacionario, debido a que debe atender las muy legítimas
presiones salariales y los mayores costos de insumos y materias primas –
nacionales e importadas. Todo ello presiona para incrementos de precios, no solo para cubrir
los costos más elevados - de acuerdo a la inflación del pasado reciente - sino
para cubrir el costo de reposición de los insumos y materias primas - de
acuerdo a las previsiones sobre la
inflación del futuro cercano - que son
mayores aun.
Caer en una
hiperinflación no es difícil. Basta una cuota de ignorancia, de improvisación,
de irresponsabilidad y de temor a dejar el poder. Salir de la hiperinflación es
lo realmente difícil.
sergio-arancibia.blogspot.com