(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en EL MUNDO ECONOMÍA Y NEGOCIOS el día 13 de mayo
2015)
El cable trajo
recientemente una noticia que parece a primera
vista simplemente pintoresca, pero que es de gran trascendencia científica,
económica y social. En Panamá lograron controlar el dengue - dentro de una determinada
comunidad altamente atacada por esta enfermedad - por la vía de crear en
grandes cantidades un cierto tipo de mosquito macho alterado genéticamente y
que tenía - en función de dicha alteración- la extraña cualidad de tener
descendencia- al parearse con los ejemplares hembras de su misma especie - que
moría en estadio larvario. Es decir, se detenía violentamente la reproducción
de ese tipo de mosquito –el aedes aegypti - y en esa misma medida se eliminaba
el trasmisor del dengue, de la malaria y de chikungunya. En Chile se conocen
experimentos similares relacionados con la mosca de la fruta – tan peligrosa
para efectos de las exportaciones frutícolas de ese país. En este caso, se
lanzaban al aire, en los valles donde había algún brote de mosca de la fruta
millones de ejemplares machos estériles, que al cruzarse con las hembras de su
misma especie – que en toda su vida solo aceptan una pareación con un macho - detenían
la reproducción de esta peligrosa variedad de insecto.
Los ecologistas
más ortodoxos bien pueden argumentar que con este tipo de experimentos se están
creando especies biológicas nuevas, que alteran los equilibrios que la propia
naturaleza ha creado a lo largo de millones de años, y que se está, por lo tanto,
caminando hacia un mundo desconocido y eventualmente peligroso. Esa
argumentación se levanta con frecuencia para atacar la idea de que se cultiven
especies vegetales alteradas genéticamente, aun cuando estas sean más
resistentes a plagas o a adversidades climáticas, con lo cual aumenta su rendimiento
y su productividad. Es cierto que las variedades vegetales o animales
genéticamente modificadas actuales implican no solo la presencia de cruces
dirigidos entre especies diferentes -
como ha sucedido desde los albores de la agricultura en la historia de
la humanidad - sino de la introducción –
por la vía de la ingeniería genética- de un gen de una especie en el mapa
genético de otra especie, cosa que jamás sucedería por mecanismos naturales.
Pero, a
pesar de la oposición existente, los cultivos transgénicos se expanden aceleradamente
por el mundo, cubriendo ya una superficie de más de 115 millones de hectáreas. Estados
Unidos es el principal productor de cultivos transgénicos, en particular en lo
relativo a soya, maíz y algodón, con más de 69 millones de hectáreas con este
tipo de cultivo. Brasil es el segundo
productor mundial de cultivos transgénicos con cerca de 30 millones de hectáreas.
Argentina es también un productor importante. Eso significa que la soya y el
maíz proveniente del Mercosur son en alta medida soya y maíz transgénicos, los cuales
se venden en grandes cantidades en los mercados internacionales sin que los
grandes compradores hagan problema por ello. Incluso Venezuela, que declara formalmente
su resistencia a permitir el uso de productos transgénicos en el consumo
humano, compra la soya proveniente del Mercosur - o el aceite de soya, o las tortas
de soya para consumo animal- sin preocuparse
mucho por el hecho de que sea o no soya transgénica. En realidad nadie ha podido
demostrar que los productos genéticamente modificados tengan consecuencias
negativas sobre los humanos. Lo que si se ha demostrado es que altera los equilibrios
ecológicos en las áreas cercanas a los cultivos, pues se reproducen o se dejan
de reproducir alguna especies vegetales o animales –insectos fundamentalmente -
que anteriormente rondaban alrededor de los cultivos que ahora pasan a ser
transgénicos.
El otro
aspecto eventualmente negativo que se levanta en las discusiones sobre los cultivos
transgénicos tiene que ver con el negocio que ellos representan para ciertas
empresas de alta tecnología, que producen las semillas modificadas
genéticamente, y que pasan a ser indispensables para la continuación de los
cultivos una vez que los agricultores se inician en esta práctica. Sería, en el
fondo, como si se argumentara que las instituciones que crearon los mosquitos
panameños modificados genéticamente pueden lucrarse con ello, razón por la cual
es mejor seguir combatiendo el dengue con fumigaciones de escasa efectividad.
Es cierto
que hay todavía mucho terreno científico que ganar en cuanto a trabajar con cultivos transgénicos - como lo
hubo en su oportunidad en relación a las vacunas o a los antibióticos - que
parecían a simple vista cosas de magia negra. Pero es indudable que los cultivos
transgénicos abren una veta maravillosa que puede llevar a paliar, quizás en forma
definitiva, el problema del hambre en el mundo contemporáneo. Lo mismo se puede
decir en relación a las nuevas razas animales- también modificadas génicamente-
que producen más carne, mas leche, o que son más resistentes a enfermedades que
reducen su productividad o su rentabilidad.
El exitoso experimento
panameño abre una interesantísima veta para combatir enfermedades tropicales
que han sido endémicas en vastas zonas
de América o de África. En la propia Venezuela
la malaria, el dengue y en años recientes el chikungunya ha significado
un gran problema de salud pública. Ojala que nuestros dirigentes en el área de
la salud aprendan o traten de copiar tanto como sea posible el ejemplo
panameño, y no se dejen influenciar por llamamientos conservadores que intentar
dejar la naturaleza tal como fue creada desde los tiempos de Adan.
sergio-arancibia.blogspot.com
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