(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en EL MUNDO ECONOMÍA Y NEGOCIOS el día 7 de septiembre
de 2016)
Salvador
Allende ha sido y seguirá siendo recordado y respetado, tanto dentro como fuera
de Chile, como un gobernante que intentó llevar adelante un proyecto político
que para muchos parecía imposible en la década del 70: avanzar en forma
sustantiva en materia de desarrollo nacional y de justicia social, manteniendo
los valores y las instituciones propias de la democracia.
En medio de
la Guerra Fría, tanto Estados Unidos como la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, URSS, propiciaban – para los países del tercer mundo - formulas
políticas que eran poco respetuosas de las instituciones democráticas y de los
derechos humanos, civiles y políticos. Cada uno de estos dos polos de la
confrontación mundial estaba dispuesto a sacrificar todas y cada una de estas
“formalidades” en aras de permitir lo que para cada uno era la esencia de su
proyecto político. En ese contexto Allende irrumpe en la escena latinoamericana
y mundial propiciando un proyecto que implicaba transformaciones profundas en
la estructura social y económica del país – la reforma agraria, la
nacionalización del cobre, la expropiación de los grandes monopolios
industriales – pero respetando escrupulosamente la institucionalidad política y
todos y cada uno de los derechos civiles, políticos y humanos. Los primeros
eran una necesidad nacional y social. Los segundos eran una conquista de Chile
y de la humanidad contemporánea, que deberían mantenerse, respetarse y
profundizarse, pero jamás avasallarse.
De allí que
el proceso que encabezara Salvador Allende enfrentó la embestida brutal de
Estados Unidos - cuyos intereses económicos se veían amenazados por las medidas
que Allende levantaba en su programa de gobierno - y la indiferencia o el apoyo más bien tibio y
simbólico de la URSS - que todavía apegada a los paradigmas insurreccionales -
veía con malos ojos ese respeto de Allende por la institucionalidad
democrática.
La justicia
social no es sino la traducción al plano económico de las viejas banderas de
libertad, igualdad y fraternidad que fueron levantadas por la revolución
francesa y por las revoluciones democráticas del siglo XIX. Banderas
inconclusas. Banderas que se arriaron por parte de los pueblos europeos en la
mitad de la contienda. Banderas que siguen vigentes. Banderas que buscan desde
hace siglos no quedarse meramente en los derechos políticos, escritos en las
constituciones y en las leyes, sino que plasmarse también en realidades que
definan la vida cotidiana de cada hombre y de cada mujer de nuestra
América.
La
democracia política, el respeto a los derechos humanos, los derechos civiles y
la institucionalidad democrática, a su vez, reflejan el resultado de un largo camino
de la humanidad, en que esos valores se han ido consolidando y materializando.
A nadie le está permitido retroceder en ellos, sino que todo deben seguir
avanzando con ellos y por ellos.
Ese binomio
conceptual – transformaciones económicas y sociales, junto con el respeto y la
profundización de la democracia política - siguen siendo una formula política
vigente e inconclusa, que se recoge con cálida esperanza en latitudes muy
diferentes del planeta. De allí la vigencia y el respeto que sigue reclamando
la figura y el proyecto de Salvador Allende.
Más de una
vez se ha levantado, en todas las latitudes del planeta, la bandera que
propicia transformaciones encaminadas a lograr una cuota mayor de justicia
social, pero a cambio de sacrificar, o de echar por la borda, todas las
libertades políticas conquistadas en la historia precedente. En otras palabras,
hacer que la generación presente haga abstracción de la libertad, para
conquistar, por esa vía, para las generaciones venideras, un mundo mejor. Esa
es una fórmula tendiente a perpetuar dictaduras y a postergar indefinidamente
la llegada de la libertad, a menos que el pueblo protagonice nuevas jornadas
libertarias.
Nada de eso
formaba parte del ideario político de Salvador Allende. Para quien había
ejercido durante más de treinta años como diputado y como senador en el
parlamento chileno, esa institucionalidad democrática no era en absoluto un
mero instrumento para llevar adelante un proyecto político en que esa
institucionalidad estuviera ausente o reducida a un mero papel formal o
decorativa. Muy por el contrario, ella era parte de las conquistas democráticas
del propio pueblo chileno, y también una conquista democrática de la humanidad,
plasmada a lo largo de muchos siglos, que su lógica de socialista le mandaba
respetar y profundizar. Ese ideario, y la consecuencia entre su pensar y su
actuar, es sin duda parte relevante de la fuerza moral que el mundo le reconoce
a Salvador Allende.
Y si todo lo
anterior fuera poco, la forma como Allende murió - defendiendo con su vida la
arremetida de los militares golpistas, y prefiriendo la muerte antes que
entregar la responsabilidad que el pueblo le había encomendado - defendiendo, en definitiva, la legalidad que
había jurado defender, le elevan moralmente a una altura poco usual en el
universo de otros presidentes de América, y de otras latitudes, que a lo hora
de defender sus ideales y sus responsabilidades, o salvar a cualquier precio su
propia vida, prefieren lo segundo sin
vacilar un segundo. El honor sigue, afortunadamente, siendo un valor que el
mundo reconoce y respeta.
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