(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL MUNDO ECONOMÍA Y
NEGOCIOS el día 4 de julio de 2017)
Si los
organismos de seguridad del régimen lo estimaban conveniente cualquier
ciudadano podía ser detenido en su casa, generalmente en horas nocturnas, o incluso
en plena calle, a cualquier hora del día. Si tenía suerte, su detención era
reportada y reconocida por el Estado. Si no, ese ciudadano pasaba a engrosar la
lista abyecta y perversa de los desaparecidos, muchos de los cuales siguen
hasta el día de hoy en condición de tal.
Otros podían aparecer después de semanas de detención y de tortura e iniciar
su largo periplo como presos políticos. Otros también aparecían muertos en una
playa o en una calle cualquiera, sin que nadie se molestara en iniciar una
investigación judicial.
Los presos
políticos podían pasarse días, semanas, meses o años en esa situación, sin
acusación ni juicio alguno. Todo esto sucedía en Chile durante la dictadura
militar encabezada por Augusto Pinochet, pero también era parte del paisaje institucional
en cualquiera de las dictaduras que han asolado nuestra América. Para ello el
mecanismo “legal”, por lo menos en Chile, era muy fácil. Bastaba con declarar
al país en estado de sitio, para que el gobierno se sintiera autorizado para
detener, sin juicio alguno, a cualquier persona por tiempo indefinido, pues
todas las garantías individuales y colectivas quedaban suspendidas. Y el estado
de sitio, en ausencia de parlamento, lo decretaba el propio gobierno. Lo que
quedaba de un sistema judicial se limitaba a observar toda esta situación, y a
lo más agregaba una cuota de vesania al negarse a tramitar los recursos de habeas
corpus que algunos abogados se atrevían a introducir. También se aplicó en forma
masiva la medida de expulsión del país. Después de meses de cárcel, se enviaba
a los detenidos al exterior, con prohibición de retornar al país.
En síntesis, organismos paramilitares con
licencia para matar, torturar y hacer desaparecer ciudadanos; organismos judiciales
que supuestamente debían defender la vida y la libertad de todos los ciudadanos,
y que se prestaban para el imperio del terror y del horror; y cárceles y campos
de concentración por todo el territorio del país.
Todo ello
generaba una atmósfera de miedo generalizado, además que se prestaba para todo
tipo de denuncias y delaciones. El régimen se sentía seguro. No volaba una mosca
sin que el gobierno se enterara. Incluso dentro de las propias fuerzas armadas
parecía haber consenso y adhesión a un sistema como ese. Sin embargo, ese régimen
cayó. Con todos sus defectos, impera en ese país, hoy en día, una institucionalidad
en que las libertades públicas son respetadas y donde nadie puede ser detenido
en forma ajena a la justicia, y menos aún puede ser torturado. La historia es implacable.
Tarde o temprano esos regímenes que se basan en el asesinato, en el miedo y en la
represión generalizada terminan siendo barridos por sus propios pueblos. Tarde
o temprano la justicia llega y los culpables terminan pagando por los crímenes
cometidos.
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