(Artículo de Sergio
Arancibia publicado en la edición digital de EL MUNDO ECONOMÍA Y NEGOCIOS, el
día 14 de junio de 2017)
El Banco
Mundial dio a conocer recientemente sus pronósticos para el año 2017, en los cuales
Venezuela aparece retrocediendo en este año, en materia de PIB, en un 7.7 % con
relación al año anterior. Desgraciadamente, esa cifra, que en sí misma es mala,
es peor todavía si se considera que en el 2016 ya habíamos retrocedido en un
12.2 % con relación al 2015, y en este último año se había retrocedido, a su
vez, en un 8.2 % con respecto al 2014, y en el 2014 el PIB había caido en un
3,9 % con relación al 2013. Si se saca la resultante de todas esas cifras se
llega a que a fines de este año estaremos en una situación en términos de producción
y de ingresos que es un 28,4 % menor que la que Venezuela exhibía en el año
2013.
¿Cómo ha
sido posible esta gigantesca obra de destrucción y de retroceso productivo de
un país? No se trata del retroceso de los precios del petróleo, que es la explicación
favorita del gobierno. Ninguno del resto de los países petroleros existentes en
el planeta presenta una situación tan desastrosa como la venezolana. No es
culpa del petróleo, ni de un desastre natural, ni de invasión, ni de una
guerra, ni de una maldición de los dioses. Es culpa de las decisiones que se toman
en materia de política económica y de la forma en que se llevan adelante.
También es consecuencia de la falta de democracia. El tener todo el poder - y
poder hacer, por lo tanto, cualquier locura - es una fuente inmensa de errores
y desaciertos. En democracia, con un parlamento plural que legisle y que controle
al ejecutivo, y con una prensa libre - aun con un gobierno chavista - jamás se
habría llegado a la calamitosa situación presente.
Las decisiones
de política económica que presiden el funcionamiento de Venezuela son intrínsecamente
malas. Así lo demuestra la propia experiencia venezolana y la experiencia también
de cualquier país que haya implementado políticas semejantes.
Nos referimos
fundamentalmente a la política cambiaria, con tasas múltiples y con asignación centralizada
de las divisas; a la política petrolera, que en un país como el nuestro, debería
haber sido sumamente cuidadosa y sin
embargo, se convirtió a la empresa petrolera en una agencia de contratación y
en la fuente de fondos para financiar en forma rápida y generosa todo lo que el
Estado no podía financiar directamente; a
la política de inserción en los mercados internacionales contemporáneos, que ha sido también ruinosa, pues no se han buscado
nuevos mercados para las mercancías no petroleras que Venezuela está en condiciones
de producir, sino que se ha privilegiado una política comercial y diplomática
de carácter política e ideológica que no le deja nada a la estructura productiva
del país. Las divisas que proporcionaba la industria petrolera, en su mejor
momento, no se usaron para potenciar la capacidad productiva del país, sino
para un alegre programa de importaciones.
Ninguna de
esas políticas ha incentivado la producción nacional, pero cada una de ellas ha
generado focos de poder que son muy difíciles de desmontar hoy en día por el
propio gobierno que los creó. El equilibrio de poder entre todos ellos se traduce
en la inercia y la incapacidad de tomar decisiones por parte de un gobierno que
se hunde con la piedra que lleva amarrada al cuello: las políticas económicas
que no puede abandonar.
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