domingo, 25 de junio de 2017

LA DESTRUCCION DE UN PAIS


(Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL MUNDO ECONOMÍA Y NEGOCIOS el día 22 de junio de 2017)


El caso Venezuela será analizado en algunos años más – si no está analizado desde ya - en las principales universidades y academias del mundo, como un caso increíble y gigantesco de destrucción de un país.
En América Latina hemos conocido de todo: dictaduras tropicales que concebían al país como un feudo para ser gozado y saqueado;  dictaduras militares que se creían salvadoras de la patria; dictaduras civiles que no eran sino representantes de oligarquías locales que querían conservar sus intereses; tecnocracias autoritarias que se creían portadoras de fórmulas mágicas para solucionar cualquier problema social; gobiernos ineptos conformados por civiles o militares que no sabían ni lograban aprender el arte de gobernar; gobiernos mesiánicos que creían que la patria empezaba nuevamente con  ellos en el gobierno; caudillos de vieja estirpe que confundían el servilismo agrario, que conocían, con el apoyo ciudadano, que necesitaban. Pero ninguno de estos estereotipos se propuso nunca destruir el país en que vivían, pues con eso se les acababa el negocio o el propósito de su gestión.
Pero el caso venezolano es único. Aquí enfrentamos el propósito expreso o tácito no solo de acabar con la república y con sus instituciones, sino el deseo de acabar también con su economía y hasta con sus habitantes.
En materia económica se habla del fin del rentismo petrolero, pero ello implica no solo la baja del precio del petróleo en el mercado internacional, sino también la baja de la cantidades producidas y exportadas, por carencia de exploración, por carencia de mantenimiento, por mal manejo técnico, por multiplicar por dos o por tres la plantilla de trabajadores, por usar la industria como caja chica o grande para financiar cualquier cosa que no se podía financiar directamente por la vía del presupuesto nacional, por buscar socios en el proceso productivo que no tienen nada que ofrecer y por una comercialización que privilegia las amistades políticas e ideológicas antes que los buenos socios comerciales. Por todo ello han acabado con la industria petrolera – que era el riñón de la economía venezolana-  y con la renta correspondiente.
Con la agricultura han acabado por varias vías: por un lado, con las expropiaciones masivas de fundos productivos, reemplazados posteriormente por la nada misma. Por otro lado, con las importaciones de productos alimenticios con lo cual la producción local perdía cualquier grado de protección o de incentivo. Y, en tercer lugar, con las políticas de fijación de precios, con lo cual impedían las legítimas ganancias de los eventuales productores. Con todo ello, la producción de la agricultura nacional no hace sino disminuir.
Con el sector industrial manufacturero el mecanismo de destrucción ha sido también la importación masiva y la fijación de precios, pero con otro agravante que es la no asignación de dólares para importación de insumos y materias prima, con lo cual la producción resulta imposible. Con esa política en la industria manufacturera no solo disminuye la producción y la capacidad utilizada de cada empresa, sino que disminuye la cantidad misma de empresas existentes en el conjunto del país.
Las industrias llamadas básicas, tales como el hierro, el acero y el aluminio, se han destruido por cuotas altísimas de ineficiencia y de populismo, lo cual es un coctel que hace bajar la producción y aumenta los costos de nómina.
Lo único que se ha salvado son las operaciones comerciales ligadas al exterior, siempre y cuando tengan acceso a los dólares asignados centralizadamente a través de criterios manifiestamente poco transparentes.
Pero lo más grave es que han destruido las instituciones democráticas, fundamentalmente al parlamento, que en condiciones normales se constituye en una barrera para impedir el imperio de locuras - por decir lo mínimo - en materia de políticas económicas.






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