(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL MUNDO ECONOMÍA Y
NEGOCIOS el día 22 de junio de 2017)
El caso Venezuela
será analizado en algunos años más – si no está analizado desde ya - en las principales
universidades y academias del mundo, como un caso increíble y gigantesco de
destrucción de un país.
En América Latina
hemos conocido de todo: dictaduras tropicales que concebían al país como un
feudo para ser gozado y saqueado; dictaduras
militares que se creían salvadoras de la patria; dictaduras civiles que no eran
sino representantes de oligarquías locales que querían conservar sus intereses;
tecnocracias autoritarias que se creían portadoras de fórmulas mágicas para solucionar
cualquier problema social; gobiernos ineptos conformados por civiles o militares
que no sabían ni lograban aprender el arte de gobernar; gobiernos mesiánicos
que creían que la patria empezaba nuevamente con ellos en el gobierno; caudillos de vieja estirpe
que confundían el servilismo agrario, que conocían, con el apoyo ciudadano, que
necesitaban. Pero ninguno de estos estereotipos se propuso nunca destruir el
país en que vivían, pues con eso se les acababa el negocio o el propósito de su
gestión.
Pero el caso
venezolano es único. Aquí enfrentamos el propósito expreso o tácito no solo de
acabar con la república y con sus instituciones, sino el deseo de acabar
también con su economía y hasta con sus habitantes.
En materia
económica se habla del fin del rentismo petrolero, pero ello implica no solo la
baja del precio del petróleo en el mercado internacional, sino también la baja
de la cantidades producidas y exportadas, por carencia de exploración, por carencia
de mantenimiento, por mal manejo técnico, por multiplicar por dos o por tres la
plantilla de trabajadores, por usar la industria como caja chica o grande para
financiar cualquier cosa que no se podía financiar directamente por la vía del
presupuesto nacional, por buscar socios en el proceso productivo que no tienen
nada que ofrecer y por una comercialización que privilegia las amistades políticas
e ideológicas antes que los buenos socios comerciales. Por todo ello han acabado
con la industria petrolera – que era el riñón de la economía venezolana- y con la renta correspondiente.
Con la
agricultura han acabado por varias vías: por un lado, con las expropiaciones masivas
de fundos productivos, reemplazados posteriormente por la nada misma. Por otro
lado, con las importaciones de productos alimenticios con lo cual la producción
local perdía cualquier grado de protección o de incentivo. Y, en tercer lugar,
con las políticas de fijación de precios, con lo cual impedían las legítimas
ganancias de los eventuales productores. Con todo ello, la producción de la agricultura
nacional no hace sino disminuir.
Con el sector
industrial manufacturero el mecanismo de destrucción ha sido también la importación
masiva y la fijación de precios, pero con otro agravante que es la no
asignación de dólares para importación de insumos y materias prima, con lo cual
la producción resulta imposible. Con esa política en la industria manufacturera
no solo disminuye la producción y la capacidad utilizada de cada empresa, sino
que disminuye la cantidad misma de empresas existentes en el conjunto del país.
Las industrias
llamadas básicas, tales como el hierro, el acero y el aluminio, se han destruido
por cuotas altísimas de ineficiencia y de populismo, lo cual es un coctel que hace
bajar la producción y aumenta los costos de nómina.
Lo único que
se ha salvado son las operaciones comerciales ligadas al exterior, siempre y cuando
tengan acceso a los dólares asignados centralizadamente a través de criterios manifiestamente
poco transparentes.
Pero lo más
grave es que han destruido las instituciones democráticas, fundamentalmente al
parlamento, que en condiciones normales se constituye en una barrera para
impedir el imperio de locuras - por decir lo mínimo - en materia de políticas
económicas.
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