(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en la edición impresa de TAL CUAL el día 22 de junio
del 2017)
La política
y la economía no son dos esferas independientes en el seno de una sociedad. Aun
cuando hay ciertos grados de autonomía, ambas, en última instancia, marchan tomadas
de la mano, y la una y la otra no pueden caminar en direcciones muy opuestas. El
caso venezolano lo demuestra con claridad.
Aquí se
ponen en práctica locuras económicas que ya no se aplican, no se estudian ni se
pregonan en ninguna parte del mundo: realizar expropiaciones masivas de fundos
y empresas para condenarlas posteriormente a la ruina y al abandono; acabar con una industria petrolera bien administrada
y que era una fuente de importantes ingresos al país; gastar, durante más de
una década los ingresos por concepto de exportaciones en alegres importaciones
masivas y baratas; generar dos o tres mercados cambiarios que actúan en forma simultánea,
con asignaciones altamente
centralizadas; implementar controles
generalizados de precios; ahuyentar a los inversionistas extranjeros; poner
trabas y controles a las exportaciones no tradicionales. Cada una de esas medidas
es portadora de caos, y todas juntas conducen a una gigantesca y dramática destrucción
de un país.
Pero nada de
ello podría haberse llevado a cabo sin haber introducido - en forma previa o
por lo menos paralela - cambios radicales en las instituciones políticas del
país. Un parlamento, funcionando en forma relativamente normal, con representación
plural de las mayorías y las minorías políticas, y con responsabilidades en la
generación de leyes y en el control del ejecutivo, no habría sido jamás
compatible con la perpetración de las locuras que se han llevado a cabo en la
economía venezolana.
La inmensa
mayoría de las medidas de política económica que se han aprobado e implementado
en el país solo han podido hacerlo en la medida que el parlamento no existe, o
ha sido castrado en sus responsabilidades, o se le han cercenado una parte de
sus atribuciones al entregar poderes legislativos extraordinarios y absolutos -
por la vía de tortuosos procedimientos
institucionales - al ejecutivo o a otros órganos del Estado a los cuales no les
corresponden atribuciones legislativas.
En democracia
el gobierno está, por lo general, limitado en su capacidad de protagonizar locuras,
robos, corrupciones y negociados, pues existe un grado importante de control en
su accionar por parte de los otros poderes del estado, de la prensa libre y de
los partidos de oposición que tienen canales institucionales abiertos como para
intentar desplazar al gobierno de turno. Esos mecanismos algunas veces fallan,
desde luego, pero incluso esas fallas se detectan y se corrigen rápidamente. En
ausencia de democracia, en cambio, el poder y la impunidad absoluta llevan a
locuras absolutas y sostenidas.
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