(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en la edición digital de TAL CUAL el día 7 de Junio
de 2018)
Todo aquel
que en algún momento de su vida ha pasado por la circunstancia de estar preso
por sus ideas políticas, se siente solidario con todos los presos políticos del
mundo, sin importar si sus opresores se dicen de izquierda o de derecha.
Todo aquel
que ha estado preso por razones políticas conoce la angustia de no saber cuánto
tiempo se prologará su cautiverio, ni en que condiciones se desenvolverá. El que
ha sido juzgado, en cambio, por delitos contemplados en los códigos, y que ha
sido condenado a una determinada pena, sabe a que atenerse respecto a su
futuro. Aun cuando piense que la condena es injusta, sabe cuánto tiempo durara,
y sabe la razón de su encierro. Y aun cuando esté preso, tiene determinados
derechos que la sociedad le asegura, por lo menos en los países medianamente
civilizados. El preso político no sabe
nada de aquello. Estará preso hasta que su carcelero lo estime conveniente y
las condiciones de su encierro pueden cambiar de la noche a la mañana. Carece
de todo derecho.
Todos los
derechos más elementales que le dan sentido y dignidad a la existencia humana
quedan sujetos a la arbitrariedad de su carcelero. Este puede alimentarlo o no;
puede permitirle ver a sus hijos o a sus esposas o no permitirlo; puede
torturar su mente o su cuerpo o dejarlo tranquilo; puede permitirle literatura
o correspondencia o dejarlo sin ellas.
No hay
defensa ni apelación posible cuando se desconoce la acusación. No hay alegato
posible cuando no hay juez ni tribunal. Nada de lo que haga o de lo que diga
puede determinar sus condiciones de existencia cotidiana ni su cercanía con la
libertad. Su impotencia es total. Su situación no es solamente una situación distinta
a la del ciudadano que camina por las calles. Es la negación misma de toda
ciudadanía. Al preso político todos los derechos contemplados en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, en la Constitución de su país y en los demás
códigos legales le han sido negados. Todos los avances de la humanidad a lo
largo de los siglos, en el campo de los derechos humanos, se han esfumado para
el preso político. La civilización no solo se detuvo para él, sino que
retrocedió unos cuantos siglos. No tiene
derecho a nada. Depende en forma absoluta de la arbitrariedad de su
carcelero. Queda sujeto a la
incertidumbre total sobre su presente y su futuro. No tiene, para soportar todo
aquello, sino el cariño incondicional de sus familiares más cercanos, la solidaridad
de sus compañeros de dentro o de fuera de la cárcel, la fuerza de sus ideas y
la certeza de que el futuro pertenece a los justos, a los demócratas, a los que
tienen hambre y sed de justicia y a los que creen en la fraternidad entre todos
los hombres.
Me alegro,
por lo tanto, por cada preso político menos que haya en nuestra América. Me alegra más aún si varios de ellos han
recuperado su libertad. Me alegra también que la sociedad no se olvide de los
que están en la terrible circunstancia estar preso por sus ideas
políticas.
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