(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en la edición
digital de TAL CUAL el día 28 de febrero de 2018)
Durante la dictadura
de Augusto Pinochet, en Chile, se realizaron cuatro consultas electorales o plebiscitarias
a la población.
La primera
de ellas fue para aprobar o rechazar la Constitución que había sido redactada
en el seno del Gobierno; la segunda para consultar al país si estaban a favor o
en contra de la defensa de la soberanía
nacional, frente a los ataques políticos de Estados Unidos; la tercera fue el plebiscito
en el cual se decidía si Pinochet permanecía o no 8 años más en el poder; y la
cuarta fue la elección presidencial en la cual fue elegido Patricio Aylwin como
nuevo presidente de la Republica.
Los dos primeros
sucesos fueron una farsa, una payasada, o en todo caso, eventos que nada tenían
que ver con las justas democráticas que se desarrollan habitualmente en los países
civilizados del planeta Tierra. No había posibilidades de plantear alternativas
so riesgo de ser detenido o desaparecido,
no había posibilidad de que partidos o movimientos organizados pudieran hacer
ver sus planteamientos adversos al punto de vista gubernamental, gran parte de
los partidos políticos estaban ilegalizados y sus líderes perseguidos o
encarcelados, no había acceso igualitario a los medios de comunicación social,
no había libertad de pensamiento ni de expresión, habían cientos de presos políticos,
habían millones de exiliados que no podían retornar a su patria ni siguiera para
ejercer su derecho al voto, no había libertad para que fuerzas contrarias al gobierno
se hicieran presentes formalmente en la mesas de votación, no había un poder electoral
independiente, no había registro de posibles votantes, etc. etc. Nadie en el mundo se tragó ni la
forma ni el fondo de esos burdos shows montados por la dictadura.
Los otros dos
eventos - que signaron la etapa final de la dictadura, y sus grandes derrotas políticas
- fueron otra cosa. En el plebiscito de
1988 - que fue el primero de estos dos
últimos sucesos que estamos comentando – la oposición no tenía acceso igualitario
a los medios de comunicación, y el gobierno hizo uso y abuso de los mecanismos
de coacción de que dispone habitualmente una dictadura: presión a los empleados
públicos, facilitación a sus adherentes para que se inscribieran en forma rápida
y expedita en el registro electoral, dadivas y subsidios para comprar conciencias,
control casi absoluto de los medios de comunicación, campaña del terror sobre
lo que sucedería en el país si perdía el Gobierno, etc.
Pero la oposición
contaba con varios puntos a su favor, en los cuales se hizo fuerte: unidad de
la inmensa mayoría de los partidos y movimientos que habían liderizado la lucha
contra la dictadura durante 15 años; capacidad
de contar con una cabeza pública que encabezara y movilizara la opción NO; apoyo
y vigilancia internacional; fuerte y organizado apoyo en la población; capacidad
de estar presentes y recabar actas del conteo de votos en todas la mesas de
votación del país; capacidad de conteo paralelo y centralizado; acceso parcial y modesto a la TV – quince minutos
a las 12 de la noche- que se usó con excelencia y calidad. Pero, aun así, no había seguridad alguna de
que el triunfo sería de los demócratas, ni que ese triunfo sería reconocido y respetado.
Habían indudablemente riesgos. Esos riesgos no se disiparon sino hasta las 2 de
la mañana del día mismo del plebiscito, cuando finalmente los comandantes de
las otras ramas las fuerzas armadas se negaron a apoyar a Pinochet en su intento
último y desesperado de desconocer lo que ya todo el mundo sabía.
El resultado
es conocido: Pinochet perdió el plebiscito y se vio obligado a dar curso, al
cabo de un año, a una elección presidencial con alternativas plurales, en la
cual la dictadura fue nuevamente derrotada, y se dio inicio a un proceso de
transición a la democracia. La historia no se repite, y cada pueblo debe vivir
su propia experiencia, pero siempre hay enseñanzas que son útiles de las experiencias
ajenas.