(Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición impresa de TAL CUAL el día 8 de Diciembre de
2016)
Cuando entramos a militar en los partidos de la izquierda -
hace ya unas cuantas décadas atrás - cultivábamos una solidaridad franca y
sincera con los presos políticos que en cualquier rincón de América Latina, se
desangraban o se malgastaban en las cárceles de las dictaduras militares o
civiles que jalonaban la geografía política del continente. Sin embargo,
tendíamos a ser bastante complacientes o indiferentes frente a la realidad de
los presos políticos que sufrían idéntica suerte en aquellos otros países del
globo que proclamaban su adhesión a los altos y generosos ideales del
socialismo, o que por lo menos eran amigos o aliados de aquellos países que se
proclamaban socialistas. Los unos eran
mártires que sufrían la privación de su libertad por adherir a las causas más
nobles por las cuales se podía luchar en nuestra sufrida América. Los otros
eran unos reaccionarios que no querían adherir a la nueva sociedad que se abría
paso en medio de los dolores del parto histórico, y que consciente o
inconscientemente se convertían en aliados del imperialismo y de la reacción
internacional.
Ahora, en mi madurez biológica - y creo que también en mi
madurez política - creo que he ampliado mi rango que solidaridades: soy
solidario con todos los presos políticos, con todos los presos de conciencia, y
con todos los que permanecen presos por expresar sus ideas, donde quiera que
ellos se encuentren, y sea quien sea el culpable de su encarcelamiento. Si antes era izquierdista y era solidario con
unos pocos, ahora debo ser ultraizquierdista al ser solidario con todos los
presos políticos existentes en todas las cárceles del planeta. La libertad de conciencia va estrechamente
unida a la libertad de expresión. Tener libertad de pensar lo que uno quiera,
pero no tener libertad de expresar o compartir esas ideas con otros ciudadanos,
es también una negación de libertades que deben ser intrínsecas e inalienables
del ser humano.
Lo mismo que pienso con relación al encarcelamiento, lo
pienso con relación a la tortura, en cualquiera de sus formas – físicas o
sicológicas. Si antes pensaba que los malos no debían torturar ni encarcelar a
los buenos, pero no éramos igualmente exigentes en términos de oponernos a que
los buenos torturaran a los malos - en aras de los más altos valores de la
humanidad - hoy en día proclamo claramente que nadie puede atribuirse el
derecho a torturar a nadie, y me pongo en contra de todos los torturadores y al
lado de todos los torturados. No hemos luchado durante décadas para ganar el
derecho a torturar a los que nos torturaron, sino para construir un mundo en
que la tortura esté totalmente erradicada.
Igualmente, en mis años juveniles, era un opositor implacable
de los regímenes no democráticos, de los cuales habían muchos en toda nuestra
América. Las dictaduras militares o los gobiernos encabezados por un civil,
pero con apoyo sustantivo y represivo de los militares, eran centro de los
ataques políticos de nosotros los izquierdistas de esos años. Pero no éramos
igualmente tenaces en la lucha contra los regímenes civiles o militares que en
otras partes del planeta habían olvidado hace mucho tiempo lo que eran las
elecciones libres, las libertades civiles, el funcionamiento de la prensa
libre, los tribunales independientes o los parlamentos plurales. Aun cuando no
usábamos esa terminología, había para nosotros dictaduras buenas y dictaduras
malas. Ahora, después no solo de muchos años, sino también de muchas
experiencias políticas propias o ajenas, creo que he ampliado el campo de los
regímenes que no me gustan, y creo que no me gustan los gobiernos represivos y
antidemocráticos cualquiera que sea la filosofía con la cual adornan su
accionar. Debo, por ello, ser más izquierdista que antes, es decir,
ultraizquierdista.
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