(Artículo de
Sergio Arancibia publicado en TAL CUAL el día 16 de Julio 2014.)
Cuando se descubrieron
las vacunas- que en su esencia consisten en inyectar en el torrente sanguíneo
de un individuo elementos antígenos para obligar al organismo a reaccionar y
generar anticuerpos frente a determinados elementos patógenos – la escandalera
debe haber sido grande. Se estaba creando no solo algo novedoso, sino algo que
rompía con los paradigmas científicos -
e incluso éticos y teológicos -
existentes hasta ese momento. Si eso mismo hubiera sido planteado un par
de siglos antes sus propiciadores hubieran
sido acusados de brujería y hubieran
terminado quemados en la hoguera. Algo parecido debe haber sucedido cuando
se descubrió la penicilina, en particular, y los antibióticos en general –
generados a partir de la fermentación de organismos vegetales – pues era algo
extraño y desconocido que modificaba el
funcionamiento del organismo humano y que generaba defensas que no estaban
necesariamente inscritas en la lógica interna del sistema corporal del
individuo.
Con los
alimentos transgénicos creo que está sucediendo algo similar. Los alimentos
genéticamente modificados consisten en especies vegetales o animales en las
cuales se han modificado algunos de los genes que componen desde hace siglos la
cadena genética de esa especie y que le concede, en última instancia, su especificidad o individualidad. Esa modificación les permite
adquirir cualidades o características que son útiles desde el punto de vista de
las necesidades humanas: mayor producción por unidad de superficie, mayor
volumen de cada unidad producida, mayor resistencia al frio, o al calor, o a
ciertas plagas, etc. Técnicamente, al
alterarse el mapa genético de la especie original - y reemplazar uno o más de
sus genes por genes provenientes de otras especies - se está creando una
especie genéticamente nueva.
Los que
creen en el equilibrio eterno de la naturaleza, critican esta creación de
nuevas especies pues alteran los equilibrios existentes sin que se sepa cómo
será el nuevo equilibrio resultante. Los que creen en un equilibrio más bien de carácter teológico, postulan que se
está violando y desorganizando el orden creado por Dios, pues se está
incursionando en el campo de la creación de vida- aun cuando de la vida de
animales o de plantas – que es, en cualquier caso, un terreno peligroso. Otros,
mas mesurados, plantean sus dudas sobre las consecuencias que los alimentos
transgénicos pueden tener sobre el organismo humano pues se le induciría a ingerir
especies animales o vegetales con un mapa genético diferente a lo que han ingerido
durante varios miles de años.
Hasta ahora
no se han podido detectar consecuencias negativas de los alimentos transgénicos
sobre el ser humano. Por lo menos, no más negativas que cualquier otro producto
animal o vegetal de consumo corriente. Pero los efectos sobre el medio ambiente
sí que parecen innegables: alteran la vida de las plantas y de los insectos que
viven en los alrededores de las zonas donde se han plantado productos transgénicos.
Otro aspecto importante de todo este debate es el relacionado con los agentes
económicos que se benefician con la difusión de los productos transgénicos. Hay
tres grandes empresas trasnacionales – Monsanto entre ellas- que se han convertido
en líderes en la comercialización de las semillas que se necesitan para este
tipo de productos y de las cuales no se puede dejar de depender una vez que se
entra en esos circuitos.
En el mundo
en su conjunto se calcula que hay actualmente 150 millones de hectáreas
plantadas con productos genéticamente modificados. Entre Brasil y Argentina
suman aproximadamente 50 millones de hectáreas. Paraguay posee 2.6 millones de hectáreas
bajo esas condiciones y Uruguay 1.1 millones de hectáreas. Esos cuatro países están en el listado de los
diez países que en mayor medida siembran cultivos transgénicos en el mundo, en
el cual se encuentran también India, Canadá, China y Sudáfrica y que se
encuentra encabezado por Estados Unidos. Mientras en otros países se debaten en
largas discusiones filosóficas, económicas, ecológicas y teológicas - e incluso
prohíben la producción y comercialización de productos transgénicos - en los cuatro
países originales del Mercosur se avanza
tan rápido como se pueda en el uso de ese tipo de productos, fundamentalmente
en lo que dice relación con la producción de soya y de maíz, que se venden, posteriormente,
a los países que se entretienen discutiendo al respecto.
Hay todavía
mucha investigación científica que se hace necesaria en relación a los
productos transgénicos, pero es indudable que es una veta que abre grandes
posibilidades a la humanidad para efectos
de incrementar la producción agropecuaria y alejar los espectros del
hambre y de la desnutrición. Cerrase a esos estudios es como cerrarse a las
vacunas o a los antibióticos.
sergio-arancibia.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario